Adán de abajo

Publicado: junio 21, 2011 en Bitácora
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Carlos Filiberto Cuéllar

Cuando Dios le entrega a uno un don, también

le da un látigo; y el látigo es únicamente para

auto flagelarse.

(TRUMAN CAPOTE –Música para Camaleones)

 1

Sus brazos están completamente tatuados. Una galería de símbolos místicos grabados sobre su piel ultrasensible: Budha, Ganesh, Krishna, Kali, muestrario insistente de una filiación excesiva hacia el budismo y el hinduismo. Al igual que una imagen de Sócrates impresa en el hombro derecho; pero también Jesús de Nazareth en su contraparte izquierda: su rostro semítico, enorme y difuminado sobre la epidermis. Figuras ornamentales del México prehispánico: el perro izcuintle de las culturas precolombinas, impreso cuñeiformemente cerca de la muñeca, en la parte interna del antebrazo. Su implantación hasta la parte profunda de la piel años atrás debió doler muchísimo. Demasiado visible y hasta agresivo cada que extiende su extremidad histriónica para dialogar manoteando o dar la mano cuando saluda a alguien.

Se encuentra hablando, más bien vociferando en el interior de la habitación. Su habla amplificada puede resultar intimidante si no se está familiarizado con ella. En un instante inesperado sus palabras y su voz se atoran en el fango del silencio. El monólogo se interrumpe con violencia. Calla y su interlocutora se mantiene a la expectativa, aguardando que termine la frase silenciada.

Ahora se sirve refresco sabor naranja del que todos los días pide a la enfermera una botella tamaño familiar. Coloca las dos pastillas grises  en la parte posterior de su lengua, cerca de la campanilla: son los calmantes que debe ingerir dos veces al día. Sus nervios, en efecto: bastante inflamables. Luego las tres cápsulas de color rojo y blanco, para regular la actividad eléctrica de su cerebro, tendiente a la anormalidad. Por último un par de píldoras amarillas para la acidez estomacal, producto de un año bajo diversos tratamientos farmacológicos, que han extinguido toda la indispensable fauna de su medio ambiente estomacal.

Da un trago de refresco en un pequeño vaso de papel, su cara se comprime en miles de pliegues arrugados por la amargura de los medicamentos, que ni el refresco más endulzado logra disimular. Respira profundo. El rostro le cambia del rojo al moreno pálido, recuperándose del mal sabor de boca. Cruza las piernas extremadamente pobladas de bello, las cuales sobresalen de su bata larga de interno y se lleva la mano a la sien derecha, en actitud de continuar la conversación.

La muchacha lo mira con un interés que no disimula ser bastante. Adán sostiene la mirada también y continúa hablando:

Sí… Prosigue. Aquí no me permiten por ahora leer, dicen los doctores que me hace daño en ésta etapa, que me altera el cerebro más de lo que ya está. Leer es lo único que extraño del mundo de afuera. Por lo demás me encuentro excelente, es un lugar muy cómodo, han sido unas vacaciones muy largas…. Muy a gusto. Quizá más adelante logre que me permitan tener libros y leerlos.

Ella se acomoda el cabello, Adán nunca sabe  si es un signo inequívoco de coqueteo, si explícitamente la muchacha está flirteando con él, o si es parte de un tic bastante sensual que ella tiene, de estarse cogiendo el cabello y dejarlo caer una y otra vez sobre su hombro.

Dime. Le pregunta ahora ella: Marcela, Marcela Durán, mientras sigue cogiéndose el cabello lentamente, a ritmo hipnótico e incesante, observando a la vez su hombro desnudo donde cae su cabellera de ópalo negro. Desvía los ojos de su propio embelesamiento y por fin enfoca con mirada intensa a Adán. Dueña absoluta de éste fragmento del diálogo: ¿En realidad alguna vez despertaste  fuera de tu casa sin saber cómo habías llegado a ése lugar? ¿En verdad el sonambulismo llego a tal grado…?

Y su pregunta tiene la entonación de un ítem de historia médica, pues aunque no vino a visitar a éste paciente como un paciente suyo, no puede evitar  que sus encuentros más íntimos y cotidianos como persona y como mujer, dejen de estar  influidos por sus propios estudios profesionales y sus actividades en la medicina. No obstante, ella no trabaja en éste hospital, ni tiene como especialidad la psiquiatría. Dios no lo quiera. De hecho, hasta antes de comenzar a visitar a Adán, le causaban un insoportable espanto los enfermos mentales y cerebrales. Y aún peor, pues no se ha podido establecer por parte de los especialistas dedicados al caso, si el mal que aqueja a Adán es de índole puramente psicológico, emocional, psiquiátrico o cerebral. Lo que parece hasta ahora, según las hipótesis de los estudiosos más renombrados que le han visto, es que al parecer Adán es una rara coctelera, mezcla de todos estos determinismos y azares.

Entonces Adán es un conjunto de todas aquellas materias que Marcela más temió durante sus años en la escuela de medicina: psiquiatría, neurología, psicopatología, mismas que para su pesar eran obligatorias en la formación de todo médico cirujano, y que ella debió angustiosamente soportar. Hasta el grado de desarrollar un miedo irracional y excesivo: una fobia, como ella misma se auto-diagnosticara, después de leer nerviosa la última versión del Trends of Mental Disorders.

Nunca llegué al extremo de amanecer en la calle, eso sí. Responde Adán. Lo más lejos de mi casa que llegué fue a la cochera, un día que amanecí con mi pijama puesta, debajo de mi coche, lamido por la lengua tibia de mi perra Penélope.

¿Entonces, porqué temías tanto, todas las noches de quedarte dormido y que te diera una crisis de sonambulismo, si nunca pasó nada realmente malo? Termina de decir ella un tanto absorta en su propia pregunta, un tanto inquieta ya.

Debes saber que el mayor miedo no es el que te produce enfrentarte con lo real, si no lo posible, lo que puede suceder, lo que no puedes ni podrás nunca ver, pero sabes que ahí está…

Y Marcela se queda en silencio. Efectivamente, ella más que el propio Adán, a causa de padecer su miedo a las diversas formas de locura, sabe muy bien lo que es la prisión de la mente.

Marcela estuvo muy tranquila durante casi dos horas, conversando en la habitación de Adán. Su temor a la locura y las enfermedades mentales disminuyó desde la primera vez que vino a visitar a su amigo, o por lo menos se atenuó considerablemente. En todos estos meses descubrió que enfrentando las situaciones angustiantes y causantes de su fobia, podía llegar a dominar sus temores, sino completamente, en considerable grado. Además del descubrimiento de que tenía bastantes cosas en común con Adán, con quien sostenía emocionantes y prolongadas conversaciones durante horas. El mismo Adán, quien llegó a éste sanatorio psiquiátrico hace un año, bajo los efectos de una profunda depresión que le implicó la inyección en sus venas de fuertes medicamentos y descargas eléctricas en su cabeza, como tratamiento para evitar que se suicidara o se hiciese daño, había mejorado enormidades desde la primera vez que lo visitó Marcela: “Te vino a visitar una señorita”. Le dijeron. “Su nombre es Marcela Durán, ella dice que no te conoce, pero quiere hablar contigo”.  Sentenció uno de los psiquiatras la primera vez que ella asistió al sanatorio impulsada por esotéricas fuerzas. Y el nombre de Marcela Durán sonaría más familiar que el de su propia madre o su abuela. “Sí… Sé quién es… Dígale que pase…” Respondió Adán al médico sonriendo.

Pero hoy Adán tocó una de las más frágiles capas de la persona de su amiga, la de su miedo a la locura. Por eso mejor ella opta por retirarse.

Bueno, me tengo que ir por hoy… Dice ella. La semana que viene nos volvemos a ver, te voy a platicar otro libro de cuentos que ando leyendo…

¿Tan rápido…? Se queja Adán, sabiendo que algo se ha roto al interior de Marcela. Ella: su mayor contacto con “el mundo de afuera” como suelen decir los internos en el hospital. Su único contacto con los libros, la única persona que le platica detalladamente cada semana lo que ha leído.

Sí, nos vemos el viernes como a las seis. Termina de decir ella con autoridad.

Marcela se levanta de la cama desde donde estaba sentada escuchando a Adán, tendido sobre su reposet favorito y recorre la habitación de finos muebles, recámara de caoba y sillones de piel, en el hospital particular donde vive este paciente. Marca  los pasos que tiene que dar desde la cama hasta la puerta de cedro, acentuando sus tacones sobre la duela y mostrando la parte posterior de sus muslos bajo la minifalda que confunden la frágil mente del tatuado con su desfile. Ella espera como siempre, que Adán se acerque para darle un beso en la mejilla, tal como cada semana se despiden, cual buenos amigos. Adán recorre la distancia desde su trono hasta la puerta, contando los pasos de sus pies desnudos, verificando si son los mismo que ella dio hasta la puerta. Una especie de dragón antropófago y cazador.

Marcela Durán acerca su mejilla para despedirse, pero él no se conformará con un beso de despedida: la toma furtivamente de la cintura con sus dos brazos sin que ella pueda hacer nada, y aprisiona con su boca enorme la de ella, diminuta.

La doctora reacciona violenta intentando escapar  de tal osadía, lo empuja con sus manos contra el pecho, descubre los hombros desnudos y tatuados bajo la bata, los brazos y los antebrazos surcados por el lenguaje místico de los íconos. Los labios del loco son un seguro de palanca que no la dejan respirar, le introduce luego su lengua, al igual que un invasor pueblo bárbaro penetrando unas murallas violadas.

¡Pinche loco de mierda…! Grita aguda la voz de Marcela, frenética, impotente, extrañada, logrando finalmente liberarse de los brazos de Adán. ¿Quién te dijo que podías besarme?

Le da un duro golpe con su puño en el hombro. Adán sólo la mira sonriéndole con descaro.

Sale azotando la pesada puerta de cedro, dejando al paciente solo en su habitación, caminando demasiado rápido, marcando con dureza sus tacones enfurecidos sobre el piso, hasta perderse en un eco a través de las ruinas de una ciudad desolada. Así se queda también Adán: en ruinas y desolado.

La doctora intuye que Adán planeó durante toda una semana este beso: y de hecho fue así: que Adán  planificó a detalle cómo acomodaría su boca, cómo respiraría, cómo introduciría por último su lengua experta, igual que un mazo vikingo. Casi puede imaginarlo fantaseando  con ella durante los días en que no se ven, masturbándose con manos trémulas bajo las sábanas e imaginándose a la doctora. Nada demasiado lejano de la realidad.

2

¡Estoy seguro que es de causa neurológica!

Dice uno de los especialistas, un neuropsiquiatra de origen danés quien recientemente se incorpora para trabajar en el sanatorio. El médico galo, descendiente de Hamlet, contempla los resultados del electroencefalograma y decodifica con ojos expertos aquellas inusuales  ondas eléctricas, trazadas con virulenta desproporción sobre el papel de la máquina, donde el cerebro delinea su escritura personal en un desconocido idioma.

Algún tipo de epilepsia sin convulsiones que manifiesta sus brotes durante la noche, cuando éste paciente se levanta sonámbulo de su cama. Repite el nieto de Hamlet en un imperfecto español.

Y luego vuelve a ojear con sorpresa, casi juntando sus gafas de fondo de botella y sus ojos azul cielo desorbitados. Olisqueando con fascinación aquella escritura propia del cerebro que sólo los médicos saben descifrar, donde el encéfalo escribe sus intenciones en el papel para poder ser leídas, toda su historia de reflejos condicionados, lo que sabe y lo que oculta de sus enfermedades, sus secretos. Lo que le resulta desconocido hasta para él mismo.

¡Pero las alucinaciones, doctor, los delirios y la depresión tan severa….! Dice ahora otro de los médicos, el psiquiatra de cabecera de Adán: el doctor Iñiguez, un gallego recién llegado del viejo continente con formación de psicoanalista.

Es sabido… Responde Hanz, el danés, que la epilepsia, sobre todo si su núcleo surge en regiones profundas del cerebro, produce alteraciones del estado de ánimo y graves depresiones.

Mientras la disertación médica ocurre, Adán duerme con un casco de electrodos insertado en su rapado cráneo, presa de la fase más profunda del sueño. Cuando el cerebro humano acostumbra descender hacia dentro de sí, recordando aquellas etapas de la evolución de la vida en que nuestro sistema nervioso era el de un lagarto, una serpiente, de tortuga, tiburón o lobo. Demostrándonos que nunca hemos dejado de ser animales, mediante sueños violentos y sensuales, provenientes de los estadios más primitivos de la historia biológica. Peldaños inscritos en cada parte del cuerpo humano, escalones frágiles de un cuestionable y dudoso ascenso hacia la conciencia.

3

El gesto no puede ser considerado como una

expresión del individuo, como una creación

suya (porque no hay individuo que sea capaz

de crear un gesto totalmente original y que

sólo a él le corresponda), ni siquiera puede

ser considerado como su instrumento. Por el

contrario, son más bien los gestos los que nos

utilizan como sus instrumentos, sus

portadores, sus encarnaciones.

(MILAN KUNDERA. La Inmortalidad)

La cámara fotográfica logra captar la figura de la muchacha.

El aparato secuestra una de sus siluetas: un seno insinuado por el escote discreto. Pero no copia burda y mecánicamente la realidad femenina, si no que la recrea innumerables veces  conforme Adán recorre el rollo de su cámara semiautomática. Hay una intencionalidad suprema  y poética que reinventa el objeto de deseo, que no se lo roba al fotografiarlo tal cual es, que no lo copia burdamente. La lente es el pincel con que traza a voluntad el fotógrafo.

Recientemente, Adán adquirió una telefoto: lente de más de treinta centímetros de longitud que permite realizar fotografías desde lejanas distancias. Curiosidad que puede erigirse hasta más allá de los noventa centímetros cuando es necesario. El tatuado conecta  la enorme lente que compró  por medio de un importador especializado en equipo de video. Al girarla sobre su vieja cámara profesional y sentir el clic del seguro, indicación de que está lista para disparar, la coloca sobre su muslo y experimenta un placer cuasi-sexual, igual que si se tratara de un pene telepático, listo para introducirse en cualquier cavidad corporal.

Recarga su nuevo falo fotográfico sobre la ventana de su mustang setenta y desde ahí, sin ser visto por nadie, con todo el anonimato que le brinda su auto, enfoca y recrea la silueta de Marcela mientras le toma una y otra fotografía sin que ella se percate.

Marcela sale de la escuela de medicina, trabaja como maestra de la materia de etimologías médicas. Un curso que es lo más alejado de los programas académicos sobre trastornos mentales y psiquiátricos. Como es sabido que los elude.

El Tatuado comenzó a seguirla meses atrás, después de hurgar en los botes de basura de la Facultad de Medicina, en busca de desperdicios y despojos animales de las prácticas de los estudiantes. Estómagos y pulmones de perros y gatos con quienes ensayaban el bisturí los neófitos médicos, ya que pretendía iniciar una colección fotográfica sobre desperdicios biológicos.

Encontró entre unas viseras de perro callejero sacrificado en pos de la ciencia, un cuaderno con notas de medicina. Era de un estudiante de la Facultad de Ciencias Médicas, llevaba escrito en todas sus páginas innumerables listas de términos médicos en latín: animae: alma; pneuma: pulmón; artros: articulación; cefale: cabeza; pous, podos: pies. Tenía escrito el nombre del estudiante: Daniel Zaragoza, del que Adán nunca tendría noticia. También el nombre de la profesora quien la impartía: Marcela Durán. Ya no podría sacarse su nombre de la cabeza.

El fotógrafo no supo exactamente qué le impulso a tomar aquel cuaderno usado y guardarlo en su portafolio. La libreta se encontraba casi deshojada, con la totalidad de sus páginas repletas de términos en latín, como un cuerpo abierto de brazos y piernas, en indecorosa postura, abandonado por su asesino tras la violación y el estrangulamiento. Antes de guardarlo lo captó con su cámara, nada más por pura morbosidad y luego prosiguió en su caza de imágenes carroñeras.

Más tarde, al rebelar el rollo y descubrir en su fotografía del cuaderno impúdico el hasta ahora lejano apellido: Durán, recordó que lo había guardado como un singular trofeo de caza. Revisó su portafolio y encontró la libreta: Marcela Durán. Hasta entonces pudo establecer  la relación de aquel nombre que le atraía tanto tan sólo al pronunciarlo con sus enormes labios, con el de una locutora de la Radio Cultural de Estado. Una mujer quien tenía un programa radiofónico con poca audiencia, donde comentaba la reseña de un nuevo libro o el resumen de una película de cine-arte.

¿Porqué una mujer con estudios en medicina debería dedicarse a cosas lo más lejanas posibles al trato con las enfermedades? Es algo que no hacen la mayoría de los médicos. ¿Por qué una médico estaría interesada en las etimologías griegas y latinas, en escribir guiones para radio y comentar libros de autores poco socorridos en éste país y películas no comerciales, en lugar de dedicarse a las cirugías y a pasar consulta?

A partir de aquí quedaría ligado definitivamente con Marcela Durán. No le sería difícil hacerse pasar por estudiante de medicina y deambular por la Facultad hasta dar con las listas de asistencia donde firman los profesores diariamente, conversar con la gente de la manera más impersonal y menos sospechosa, deduciendo por segundos y terceros mensajes  de dichas conversaciones, cómo era la doctora Durán. Hasta que finalmente  dio con la joven profesora. La contempló firmar  una mañana su asistencia, se enamoró de su andar erguido y pausado, lo atrapó su silueta elegante, tal como la imaginó  a partir de escuchar cada semana su voz por la radio, o de leer en la vieja libreta los términos en latín para los trastornos pulmonares, las enfermedades venéreas y el ántrax. Supo sin tener que confirmarlo, que era ella. Sus ojos no la olvidarían nunca más, sus retinas eran dos procesadores fotográficos digitales, entrenados también para captar las más hermosas imágenes del mundo y hacerlas suyas al igual que su vieja cámara lo hacía. No obstante no se atrevería por lo pronto a hablar con ella.

Marcela sube a la camioneta de su novio. Lleva unos lentes de sol y el pelo suelto que constantemente agita con su mano sobre el hombro mientras camina recta y elegante. De cada instante en la distancia, la cámara de Adán extrae un milagro en imágenes, oprimiendo sin cesar el disparador y recorriendo rápido el rollo y la telefoto. Los ojos y la cámara de Adán se fusionan en un solo órgano visual, un miembro viril que funciona telepáticamente. Hay en todo ello un placer de francotirador y asesino, que le proporciona recorrer el rollo  miles de veces y apuntar a la muchacha con su telefoto mientras permanece anónimo y oculto.

4

¡Hiciste enojar a tu amiga, la doctora…! ¡Lo que vas a conseguir es que ya no venga a visitarte….! Le dice el doctor Iñiguez, su psiquiatra. Puedo imaginar lo que intentaste hacer con ella, no me cuesta nada de trabajo. Finaliza el gallego.

¿Ah sí…? Supongo. Le responde Adán. Que todos esos años de estudiar psicoanálisis te han enseñado a saber  por añadidura lo que piensa la gente.

Desde luego que no leo la mente, pero cualquiera podría deducir a partir de cómo se acaba de ir esa señorita, sumamente enojada y azotando la puerta, que intentaste propasarte con ella.

Pues yo también leo la mente al igual que tú. También me sé las obras de Freud y aunque no lo creas, puedo darme cuenta de cuánto se te antoja la doctora Marcela, mi amiga. ¡Te la quieres coger! ¡No lo niegues! Casi puedo ver yo también cómo se te hace agua la entrepierna al verla de espaldas, entrando por la puerta del sanatorio, deseando que tú fueras el enfermo y ella viniera cada semana a contemplarte desnudo sobre el sofá y a platicarte lo último en literatura, y contarte cuentos y películas…

El doctor Iñiguez prefiere no seguir contrariándose con éste paciente, que a pesar de todo le simpatiza. Joven médico español, con especialidad en psiquiatría y estudios en psicoanálisis, casi recién venido de Europa a trabajar en este país. Soltero y solitario. Aunque sea difícil creerlo, Adán es hasta ahora su única relación humana profunda. Por lo que la presencia de la doctora Durán no deja de estimular en su mente la idea de ampliar su círculo social con una hermosa colega.

Al mismo tiempo recuerda cotidianos consejos de sus profesores acerca de no contradecir a sus pacientes psiquiátricos y evitar en lo posible involucrarse con ellos. Opta por salir de la habitación y dejar a Adán solo. Se aleja dejándolo con sus gritos en su habitación.

5

Solía decir que no había nadie que

no tuviera al menos una oportunidad

para renacer en vida. Cada quien

tenía su propia manera; sin embargo,

había algo que todos los que renacían

tenían en común: el agradecimiento al

espíritu revivificador y la ayuda

incondicional al prójimo.

 

(LEONARDO DA JANDRA  -La Almadraba)

Su primera cámara fotográfica se la obsequió su profesor de literatura en el último semestre del bachillerato. El maestro se encontraba ya en las últimas etapas de un cáncer que lo devoraba desde años atrás. Así, consumido por el mieloma, el profesor Josué le regaló a Adán la vieja Canon y toda su colección de libros, temiendo que su mujer los vendería en cuanto él falleciera. La clásica cámara se convertiría desde entonces en su compañera de toda la vida.

Josué fue su maestro  de literatura dos semestres durante el bachillerato. Adán congenió casi geométricamente con él desde el primer día, como si cada uno fuese la mitad complementaria del lente de la vieja Canon. Luego lo siguió a los talleres de fotografía que el hombre: un cincuentón con madera de artista y casado con una tirana devoradora de hombres, impartía en las oficinas del Municipio.

Aunque Adán tenía apenas dieciocho años, la diferencia de edad no fue obstáculo para ir de parranda con su maestro, hablar de mujeres, libros, fotografía, recorrer exposiciones de arte, salas cinematográficas y burdeles. ¿Qué más podría pedir alguien que tener un maestro particular de literatura, fotografía y de la vida? El hombre le cobró realmente afecto al extraño muchacho.

Inicialmente, con las primeras fotos, Adán echó a perder decenas de rollos. Pero cuando llegó a dominar la luz a tal grado de lograr sus primeras fotos decentes e incluso ganar un concurso estatal, haciéndose de un pequeño renombre como fotógrafo, sintió encontrarse de verdad en su camino.

Con la fotografía, su manera de ver las cosas nunca sería la misma. Los colores y las formas adquirían matices inusuales y brillos sorprendentes de los que Adán nunca se percató antes. Se dio cuenta que cada vez era más capaz de establecer un control sobre la luz, el tiempo y los lentes.

Cuando finalmente el cáncer acabó con el profesor Josué, Adán tenía en su poder la cámara y los libros desde un mes antes. Evitando en lo posible los encuentros con la aguerrida esposa, quien de seguro no estaría de acuerdo en que el muchacho se quedase con ellos.

¡No quiero que por nada del mundo vayas a mi entierro! Olvídate de mí cuando me muera, no pienses más en mí.

Le dijo el maestro la última vez que conversaron, cuando el cincuentón se encontraba ya en las últimas en el hospital. Josué le ofreció su mano izquierda, verdosa y enflaquecida como última despedida. No se volvieron a ver.

6

Creo que desde siempre estuvo presente la lesión cerebral, quizás era muy pequeña, por eso no se manifestaba más que apenas dando unas sutiles muestras de su presencia, en conductas y síntomas que ni yo mismo podría explicarme. Hasta ahora que me han estudiado más a fondo la cabeza he llegado a entender un poco más lo que me pasaba desde niño…

Dice Adán a los doctores Hanz e Iñiguez, que ahora le realizan un amplio interrogatorio médico en busca de nuevos datos que puedan hablar de un posible origen para su padecimiento.

Adán prosigue con plena confianza, sintiéndose el centro del universo, estimulado por los gestos de aprobación, de casi fascinación que le muestran ambos especialistas conforme avanza la indagación.

Siempre pensé que yo era algo más sensible a la luz y a los colores que las demás personas. Recuerdo cómo me quedaba hipnotizado contemplando el sol, hasta casi quedarme ciego viéndolo directamente. Me atraían sobremanera las luces de neón de los anuncios, y el cielo, sobre todo cuando su azul se vuelve turquesa, un azul mortal… Todavía me encanta ese azul. Yo creo que por eso me gusta tanto la fotografía y decidí dedicarme a ella.

¿Pero en verdad….? Le interrumpe Hanz, el neuropsiquiatra danés. ¿Usted podía ver directamente al sol….?

Cada vez aguantaba más tiempo… Pero luego me venían unas migrañas terribles…

¡Ah, migrañas! ¡Dolores de cabeza! ¿Y muy fuertes..? Interroga sutil Hanz, experto en encontrar datos clínicos, síntomas y enfermedades ahí, donde el discurso y la conducta de los enfermos se entretejen y forman recovecos.

¡Insoportables….! Se queja lastimero Adán. Me daban muy frecuentemente, entonces ya no podía ver la luz, y eso me daba mucha tristeza porque a mí me encanta la luz. ¿Sabe usted que si aprende a manejar la energía de la luz, se pueden hacer maravillas con ella? ¡Es un arte manejar la luz con la cámara…!

Pero Hanz toma distancia, no parece muy interesado en los gustos artísticos de Adán

Vayámonos más despacio. Le interrumpe, desviándose de preferencias artísticas del paciente, tratando de llevarlo más bien hacia los indicios de ciertos síntomas presentes en su habla. ¿Cómo está eso de los dolores de cabeza y de que le afectaba la luz….? Quiero que nos hable más de eso.

Pero Adán no es presa fácil para los neurólogos, psiquiatras y psicoanalistas. Se queda mirando a los dos médicos, comenzando a perturbarse ante su negativa de escucharlo hablar de las cosas que a él le gustan.

¡Bueno…! ¿Me van a dejar hablar, o qué…?

Tranquilo señor, tranquilo. Repite en tono conciliador Hanz, intentando calmarlo.  Usted puede hablar de lo que quiera, recuerde que es muy importante que se sienta en la confianza suficiente para decirnos lo que guste, pero hay cosas de las que nos cuenta que nos resultan de suma importancia para poderlo ayudar. Finaliza el médico en un español del cual cada vez es un hablante más competente.

¡Yo no necesito ayuda…! Grita Adán caprichoso, como si se tratara de un niño imposible de complacer.

En eso alguien toca la puerta tres veces. Se abre y la doctora Durán aparece tras casi quince días sin dar noticias. Adán cambia totalmente su disposición anímica, ahora es la alegría lo que predomina en él al verla. Sus ojos antes chispeantes de enojo se iluminan, sus pupilas se expanden como estrellas dilatadas. Las del doctor Iñiguez también.

¡Doctora, por favor, tome asiento…! Se adelanta el gallego, quien estuvo silencioso durante todo el tiempo que duró el interrogatorio, se pone presuroso de pié y acerca una silla de madera a Marcela.

Ella lleva puesto un elegante traje sastre, compuesto de falda larga hasta debajo de la rodilla y saco de vestir. Precaviéndose de los peligrosos malos pensamientos de Adán, evitando ponerle demasiadas tentaciones, como ocurrió durante su última visita.

Adán se irrita de nuevo ante la excesiva amabilidad de Iñiguez. Sus ojos vuelven a inyectarse al igual que los de un lobo resguardando su territorio. Como dos armas listas para dispararse contra el joven médico. Luego prosigue con su relato:

Bueno…. La primera vez que recuerdo haberme despertado lejos de mi cama fue a los doce años. No es que yo me acuerde de los momentos cuando estaba dormido, si no que mi abuela se asustó mucho al verme acercar a media noche a su cama y quedarme parado frente a ella. Entonces me dijo: “Vente hijo, acuéstate conmigo”. Me envolvió con sus sábanas y luego me arrulló cantándome una nana hasta que me dormí de nuevo…. A la mañana siguiente desperté así nada más en su cama. No recuerdo cuándo llegué, ni cuándo me cantó.

Los médicos miran con interés creciente a Adán. Marcela, quien venía muy tranquila ahora se torna un tanto nerviosa al escuchar hablar de síntomas y enfermedades mentales.

Adán prosigue con su relato, aparentando que la presencia de su amiga no es tan importante. Disimulando la angustia que lo acosó las últimas dos semanas, al temer que ella no volvería ya nunca para visitarlo, probablemente molesta desde el último y embarazoso encuentro.

Mi abuela era una mujer muy hermosa. Yo me crié con ella. Su segundo marido le dejo una cierta fortuna, la cual no pudo gastarse en vida y me heredó a mí. Con el dinero de la herencia costeo los servicios de este hospital. Yo la adoraba, pienso que fue la primera mujer de la que me enamoré.

En eso Adán mira  fugazmente los ojos de Marcela, intimidándola un poco. Luego continúa:

Mi abuela solía hablarme de muchas cosas, me leía antes de dormir. Íbamos a la ópera juntos los domingos al medio día, luego nos íbamos a tomar un café para que ella me contara todos los pormenores de la obra que habíamos escuchado. Conforme pasaba el tiempo fui despertando después de las crisis de sonambulismo cada vez más lejos de mi cama: una vez amanecí sentado junto a la taza del baño, con el brazo mojado de orines, metido en el retrete, recostado en el piso. Entonces mi abuela mandó instalar corcho suave en todas las paredes de la casa, y alfombró hasta las escaleras, para evitar que yo me golpeara la cabeza si llegaba a caerme al caminar dormido. Por suerte eso nunca pasó. Luego instaló un enrejado alto alrededor de toda la casa, temiendo que en mi caminar sonámbulo me fuera a salir, me perdiera y me ocurriera algo. Pero tal cosa jamás ha sucedido. Si ustedes ven mi casa, la encontraran tal como la dejó mi abuela antes de morir. A los dieciséis años, cuando ella falleció, me preocupé verdaderamente de que el sonambulismo se acentuara. Me deprimí mucho por su muerte. El mismo día de su entierro me dio una crisis cerebral. Me desmayé sobre la silla cuando estaban velándola, caí en el suelo con la mirada ausente.

¡Pérdida de conciencia…! Dice Hanz. ¡Qué interesante…! Por ahí puede andar todo el asunto. Si lo sumamos a su inusual irritabilidad ante la luz podemos ir atando cabos. Me parece que nos acercamos a la presencia de una epilepsia del lóbulo temporal…

¿No me va a decir doctor, que mi gusto por la fotografía está relacionado con la lesión cerebral y con una epilepsia, verdad…?

Muchos artistas han padecido disfunciones cerebrales. Le interrumpe al fin Iñiguez. Es sabido que toda su personalidad y su trabajo creador está relacionado con ésta enfermedad. Ahí esta Dostoievsky….

Termina de decir oportuno el gallego, tratando de ganarse a Marcela con un comentario que pretende ser inteligente. No sabe que a la doctora Durán, lejos de agradarle hablar de estos temas, le produce pánico siquiera escuchar sobre ellos.

La tensión del diálogo comienza a producir en Adán considerable angustia, intenta volver al tema de la fotografía para evitar el nerviosismo de su amiga y las pretensiones galantes del psiquiatra.

¿Pero a los epilépticos los operan, o no…? Yo no quiero que me vayan a sacar un pedazo de cerebro. ¡Qué pasaría si ya no puedo volver a tomar fotografías nunca más….! A lo mejor perdería mi capacidad de hacer lo que más me gusta.

Una cirugía… Dice Hanz en tono erudito. Puede ser una posible solución para su enfermedad. Pero es muy aventurado adelantar un tratamiento, tendríamos que hacer todavía varios estudios encefalográficos, psicológicos y médicos para confirmar que realmente la intervención quirúrgica sería lo adecuado para usted…

¡A mí nadie me va a meter cuchillo…! Si en ésa parte de mi cerebro tengo la habilidad para tomar fotografías no lo permitiré. ¡No pienso dejarme operar por nada del mundo…! ¡Quiero que me dejen tal como estoy…!

Cuando los médicos se retiran, no sin las predadoras miradas de Iñiguez sobre la doctora Durán, Adán se queda todavía muy inquieto, casi a punto de incontrolarse. Se frota el cuero cabelludo de su cabeza rapada con las manos temblorosas y agitadas, cabizbajo, sin siquiera voltear a ver a su amada Marcela.

Ella saca la edición póstuma de los cuentos de Italo Calvino. Abre las páginas en el primer capítulo, y empieza a leerle algo. Después de leer en voz alta algunos párrafos, le explica que trata acerca del romance de un jardinero quien cuida un hermoso vivero de flores, con una dama de alta sociedad que suele visitarlo. Que existe una importante relación entre ese cuento de Calvino y su propia vida, pues los padres del autor eran agrónomos y cultivadores de plantas.

Adán se va tranquilizando, casi cayendo en un trance hipnótico conforme la voz de locutora: culta y elegante de Marcela pronuncia cada frase y cada enunciado encadenando su discurso fascinante. Mezclando el texto del libro y sus explicaciones. Hasta calmar finalmente a la bestia que vive en el dormitorio: el licántropo y el ornitorrinco yacen, el demonio de Tasmania y el gato montés también. Adán se recuesta sobre la cama con los ojos semiabiertos, arrullado por la voz de la doctora, quien se encuentra sentada muy cerca de él, como por la más hermosa música que le resultara indispensable para vivir. Igual que cuando su abuela lo arrullaba con antiguas nanas cuando se acercaba sonámbulo por las noches a su cama.

El tatuado aproxima sin pensarlo su mano  hacia la de ella. Marcela, leyendo y hablando, hace como que no se da cuenta de las intensiones de este loco. Luego, sin poder evitarlo, coloca la suya sobre la de Adán, encontrándola notoriamente cálida. Continúa con su lectura sosteniendo el libro de cuentos con la extremidad que le queda libre.

Adán aproxima sus labios gruesos a la mano de la chica que tiene sujeta, y sin previo aviso le deposita un beso de una ternura inusitada. Es la única manera que encuentra para disculparse por la afrenta pasada, de decirle cuánto la extraño y cuánto la necesita. La doctora sigue leyendo sin siquiera voltear a verlo. Tampoco puede controlar el rubor que se le sube rojísimo hasta el nacimiento del cabello mientras recita a Italo Calvino.

El licántropo encuentra una calma momentánea.

7

Tras investigar en la última bibliografía sobre enfermedades mentales, Marcela encontró por fin un término que le acomodaba a su propio padecimiento: “Psicotofobia: se considera una de las fobias más raras, que consiste en un temor irracional e incontrolable a la locura…” Fue su propio diagnóstico, el que Marcela Durán misma se asignara. Psicotofobia: temor a enloquecer.

Estuvo asistiendo tres años a terapia con un psicoanalista. Encontrando todas las posibles causas a su miedo y orbitando sin cesar en torno a un Complejo de Edipo que se volvió repetitivo de tanto aparecer a lo largo de sus horas semanales en el diván.

¡Ay, yo me voy a enamorar de usted…!

Le dijo la joven estudiante de medicina a su psicoanalista al finalizar una sesión.

No se preocupe señorita, eso ya de entrada es bueno, porque habla de que entre usted y yo va surgir mucho entendimiento, y entonces fluirá el Inconsciente con mayor facilidad.

La verdad es que durante esos tres años sólo se sentía tranquila cuando se encontraba cerca del psicoanalista. Un divorciado cuarentón, provisto de una cuidada barba plateada por las canas y una discreta barriga oculta con disimulo bajo las corbatas. Aquellos tres años en psicoanálisis por lo menos le sirvieron para aminorar la angustia vivida diariamente en clases, en la época de sus estudios como médico.

El curso que más la inquietaba era el de psiquiatría, una materia referente a los trastornos mentales más graves, las formas de locura más severas y perturbadoras por sus orígenes desconocidos. Su profesora, una doctora especializada en estudios de sueño y esquizofrenia, les narraba un caso tras otro de locura, cuya manifestación fue precedida por crisis de angustia y desencadenó en las peores manifestaciones de bestialismo y pérdida de las facultades mentales. Entonces todo el organismo de Marcela entraba en estado de alerta. Los casos clínicos revisados en su clase comenzaban con moderadas depresiones y terminaban siendo incapaces de reconocerse en el espejo, ingresados contra su voluntad en hospitales psiquiátricos. Si es que no se suicidaban antes. Esto era lo que más inquietaba a Marcela, la posibilidad de terminar como uno de aquellos casos de manicomio.

Muchas veces pensó en dejar la carrera de medicina y abandonarla a la mitad. Huir y refugiarse en lo que más le gustaba: el arte, los libros, el cine. Pero la presión de su padre y hermanos médicos, presión igualmente ejercida desde dentro de sí misma, impidió que siquiera se atreviera a expresar su deseo de reorientar el rumbo profesional.

Al final, como era la estudiante más dotada para analizar los textos médicos y descifrar los términos científicos de raíz griega y latina, acabó quedándose como profesora de la materia de etimologías grecolatinas.

Tras culminar sus estudios jamás intento especializarse ni ejercer la medicina. Hizo todo lo posible por alejarse de cualquier enfermedad, incluso de aquellas cuyo origen no era psicológico ni cerebral, como las del hígado o riñones.

8

No se trataba de atraer el deseo. Estaba en quien

lo provocaba o no existía. Existía ya desde la

primera mirada o no había existido nunca. Era el

entendimiento inmediato de la relación sexual o no

era nada. Eso también lo sabía antes del experimento.

 

(MARGUERITE DURAS – El amante)

 Adán no dejaba de escucharla cada viernes a las nueve de la mañana, a la hora en que el programa radiofónico donde aparecía la voz de la doctora Durán iniciaba.

En cuanto ella recomendaba un nuevo libro, Adán se precipitaba  sobre las librerías para adquirirlo y leerlo, luego corría al cine para mirar las películas que se habían reseñado en alguna cápsula. Siguiendo paso a paso las palabras de la doctora Durán a lo largo de la trama.

Aunque en realidad no la conocía. Muchas veces planeó acercársele, encontrarla al salir de una clase de etimologías, o los viernes esperarla en su coche hasta que saliera de su programa de radio. Decirle: “¡Señorita, soy su más fiel admirador, he leído todos los libros que recomienda y me encantan todas las películas que a usted le gustan!” Pero no se atrevía. Nadie imaginaría que más adelante sería ella misma por su propio pié quien entrara al hospital psiquiátrico para contactarlo sin saber nada de él.

La Marcela que salía de las oficinas de la Estación Radiofónica del Estado no era la misma doctora que impartía clases en la Facultad de Medicina. Esta era una mujer distinta, más segura de sí misma. Llevaba unos lentes para sol y su cabello suelto, volviéndose más interesante que cuando portaba su bata blanca como maestra de medicina. Solía acariciar su cabello y lo dejaba caer sin cesar sobre su hombro, manipulándolo lenta y desinteresa.

Adán lo pensó mucho antes de decidir acercársele, llevaba su cámara fotográfica, quería contarle quién era él y a lo que se dedicaba.

El tatuado sentía la certeza absoluta de que habría una comprensión inmediata entre ambos, un entendimiento instantáneo. No se equivocaba del todo. Pero no podría constatarlo hasta mucho tiempo después, porque el novio de Marcela Durán se interpondría momentáneamente entre ambos.

Ella se encontraba detenida  en una equina, cerca de la Estación de Radio, como intentando cruzar la calle, aunque no pasaban demasiados automóviles por ahí. Más bien esperaba por algo o alguien. Su silueta semejaba una diosa de la medicina y la radiocomunicación.

En eso se acercó una camioneta último modelo hacia ella. Era su novio. Adán lo adivinó al instante por la forma en que el tipo frenó su vehículo quemando llanta, en franca actitud de dominio sexual sobre la doctora, y ella subió. Marcela lo besó después de cerrar la puerta, y el novio arrancó la camioneta en un acelerón descomunal de presunto poder y virilidad.

A partir de entonces Adán se conformaría con fotografiarla a la distancia y en el anonimato con su telefoto.

9

Le prohibieron leer, porque al ser estimulada su imaginación, también se produciría una agitación de su cerebro y sus emociones. Un descontrol cerebral era lo que menos querían los médicos, puesto que esto propiciaría nuevamente la aparición de los episodios de sonambulismo, así como los periodos de agitación y melancolía, de la misma manera como fue ingresado éste paciente desde hace más de un año. Una recaída era lo que más se temía por parte de sus doctores.

Mientras tanto su cuarto en el hospital se llenó de imágenes de pacientes igualmente internados que él, de los familiares que iban de visita y de los médicos, bastante singulares, a quienes retrataba. Tenía planeado en cuanto fuese dado de alta, o se le permitiera salir, montar una exposición fotográfica intitulada: “A partir de la Locura”. Una colección de fotografías que retrataran los múltiples rostros de la locura. En sus fantasías pretendía invitar a la doctora Durán, para fascinarse viéndola angustiada ante las caras de tantos locos reunidas.

Secretamente, Adán sentía gran excitación cuando contemplaba nerviosa y atribulada a Marcela con sus miedos, en particular cuando se tocaba el tema de la locura. Lo estimulaba sobremanera escuchar su respiración agitada, sus piernas cambiando constantemente de posición sobre el asiento del cuarto del hospital. En esas circunstancias es tal y como había soñado innumerables veces hacerle el amor.

Más por lo pronto tendría que esperar algunos meses todavía de tratamientos médicos y estudios, antes de pensar siquiera en salir. Hasta que se decidiera por parte de la junta médica del hospital, si verdaderamente Adán era un candidato para la cirugía cerebral y la consiguiente extirpación de un fragmento anómalo de su corteza. Aquella singular parte de su cerebro que era la causante de todo el conjunto de sutilezas personales que le caracterizaban, incluidas la epilepsia, el sonambulismo y su pasión por la fotografía.

Por el momento, Adán se hacía pasar por el paciente más dócil ante sus médicos. Encontrándose, empero, en lo absoluto dispuesto  a dejarse rebanar el cerebro, necesitara o no de la cirugía. Sería preferible todo antes de correr el riesgo de perder su sensibilidad hacia la luz y las imágenes.

10

En mi opinión, la juventud es una grosería

imperdonable, sólo soportable cuando va

acompañada de un genio especial o de una belleza

legítima. ¿Cómo darse cuenta de la legitimidad de

una belleza? Poseo un método sencillo para

saberlo: si después de mirar a una joven hermosa es

fácil imaginar cómo será cuando envejezca,

entonces me encuentro ante una belleza ilícita. Si

por el contrario, me resulta imposible imaginar su

deterioro, estoy nada menos que frente a una mujer

hermosa.

(GUILLERMO FADANELLI –Lodo)

Marcela espera un taxi afuera del sanatorio psiquiátrico.

Su susceptibilidad a padecer miedos irracionales no es poca. Entre otras cosas también le angustia sobremanera manejar su propio auto. Las contadas veces que intentó aprender a conducir, y de hecho casi logra hacerlo, fue atacada por el pánico, justo en el medio de un embotellamiento en una glorieta. Las piernas temblorosas, aquellas que Adán tanto llegaría a adorar, no supieron atinar al freno, y contrariamente a la intención de detener el auto ante la luz roja del semáforo, su pié eligió el acelerador, mandando a parar certero su coche sobre la defensa trasera de un Mercedes Benz. (Y hasta el mismo Sigmund Freud se preguntaría la razón de su inconsciente burlón, para haber elegido el acelerador y no el freno). Tras pagar los cuantiosos daños con sus ahorros de mucho tiempo, decidió jamás volver a manejar. Desde entonces optó por viajar todos los días en taxi o en la camioneta de su novio.

Acaba de salir del hospital donde habita Adán y de leerle los cuentos de Italo Calvino, dejando al tatuado dormido en su habitación. Ahora pretende volver a su casa para preparar un guión radiofónico sobre Umberto Eco y transmitirlo en su programa. Al acariciar su cabello y pensar en uno de sus autores italianos favoritos, siente el placer enorme que le produce dedicarse a los libros y a la radio. Recopilando información, entrevistando gente, investigando, pensando, planeando y escribiendo. Armando y juntando datos. El redactar sus textos radiofónicos y luego leerlos frente al micrófono es para ella el sustituto del placer sentido por el cirujano cuando termina de cerrar un tórax, al finalizar una exitosa operación de intestino. ¿La búsqueda de su profesión médica perdida? Pues no, Marcela siempre rechazo la medicina.

Se acomoda como siempre su acariciado cabello sobre el hombro. Mira el reloj. Es tarde. Piensa también que en ésta época de su vida le apasionan los modernos autores italianos. Recuerda al tocar su agenda al interior de su bolso de mano que debe llamar a su maestro de italiano para programar su clase semanal. La Universidad de Bolonia será el destino de su próximo viaje. Su sueño: una entrevista personal con Umberto Eco y luego la transmisión de la misma en la radio. Recuerda también que un reportero español le confesó que Eco es un competente hablante de inglés, pero que a veces el maestro se niega a hablar en lengua alguna que no sea el italiano en su variante (¿Acaso lengua?) piamontés.

¡Doctora…! ¿A dónde va….? ¿La llevo?

Es la voz de Iñiguez quien se precipita en su Volkswagen cerca de Marcela. Cómo quisiera robársela y huir con ella en su auto. Ha salido presuroso del estacionamiento en el hospital, de seguro la siguió con la mirada y aprovechando que finalizaba su turno de trabajo buscó la manera de encontrarse con ella.

Voy para mi casa doctor, no quiero molestarlo.

¡Cómo me va a molestar, de ningún modo…! Yo la llevo.

Marcela no encuentra inconveniente alguno en abrir la puerta del vocho de Iñiguez e introducirse en el asiento del copiloto. Al fin y al cabo su novio ya no está para celarla y transportarla religiosamente a todos lados como acostumbraba. El novio no se encuentra desde la aparición de Adán en las vidas de todos. Fue como si Marcela prefiriera, sin conocerlo ni haber hablado con él jamás, a Adán en lugar de todas las opciones posibles de hombres. En el fondo la llegada de Adán también representó una liberación para ella del yugo de machismo  desmedido de su antigua pareja.

No es difícil prever que Iñiguez tras dar algunas vueltas en su auto, aprovecha para invitar, como debe hacerlo, a la doctora Durán a tomar un café antes de llevarla a su casa.

Ay doctor, es que tengo muchísimo trabajo… ¿Porqué no lo dejamos para otro día?

Pero el gallego no desperdicia la menor oportunidad.

Prometo no robarle mucho tiempo, en una hora estará en su casa trabajando.

Ándele pues, pero sólo un ratito porque ya me tengo que ir.

Una vez en el lugar, en realidad una sucursal de una cadena transnacional de comida americana, Iñiguez intenta impresionarla haciendo alarde de sus habilidades de psicoanalista, relatándole los casos de sus pacientes más graves. Marcela se incomoda nuevamente al escuchar hablar de locos. Trata de desviar la conversación, pero el español insiste. Iñiguez no comprende del todo el poco interés de esta doctora en los temas relativos  a  su profesión. Pero su intuición de psicoanalista y de hombre seductor le aconseja no continuar importunando a su invitada.

¿Y cómo ve usted a su paciente Adán…? ¿Cree que tarden mucho en darlo de alta…?

Pregunta Marcela alejándose de la conversación sobre psicoanálisis en la que le tenían atrapada.

Pues aún no se sabe, necesitan aplicarle varios estudios de sueño y electroencefalogramas. Si se decide someterlo a la cirugía, todavía tendría que esperar bastante antes de programar la intervención. Aplicársele pruebas psicológicas para verificar el estado de sus emociones, análisis de sangre….

¿Entonces lo  van a operar?

No estamos seguros. La cirugía ya no es mi campo, pero el doctor Hanz dice que hay muchas probabilidades de que así ocurra. Él está seguro que si lo operan, éste paciente tendrá un excelente pronóstico. De entrada hay muchas posibilidades de que no regresen ni el sonambulismo ni las depresiones.

Pero Adán no quiere que lo operen.

En ocasiones, casi siempre, los pacientes ignoran lo que es mejor para ellos. Pero su seguro médico es el que dirá si cubre la cirugía o no.

La doctora Durán se queda en silencio mirando su taza a medio llenar. Repentinamente vuelven sus pensamientos hacia la literatura italiana.

No duran demasiado tiempo sentados. Mientras el psiquiatra no para de hablar de medicina, de hecho no puede dejar de hacerlo, Marcela hace como que está poniendo atención, pero más bien se encuentra preocupada por su trabajo pendiente.

Iñiguez, ¿Porqué no me lleva a mi casa de una vez? Me da muchísima pena, pero hay mucho qué hacer. Espero que me entienda.

El psicoanalista palidece, intenta no pensar que Marcela desea irse por algo que él ha dicho o hecho.

Desde luego, le agradezco me haya acompañado un rato dejando sus cosas de lado… Pero la llevaré con una condición.

Dígame cuál.

Que acepte volver a salir conmigo cuando esté más desocupada.

Bueno, eso lo platicaremos después.

Marcela saca su agenda electrónica casi distraídamente. Encuentra el teléfono de su maestro de italiano, acaricia su teléfono celular. Piensa en varios textos sueltos que ha dejado inconclusos, y que quisiera terminar y unificar. Su acompañante cae en la cuenta de que ella ya no está ahí.

El doctor Iñiguez no puede dejar de soñar en lo que sería pasar momentos más profundos  con ella. Daría lo que fuera por ser un mago medieval, un Merlín cualquiera o un Nostradamus, ver a través del futuro posible y aferrarse a alguna posibilidad al lado de la guapa doctora. Pero aún no le es posible imaginar nada al lado de ella. El alma de Marcela se le figura inexpugnable. Ni siquiera su maestro Freud sería capaz  de ayudarle a descifrar si existe alguna posibilidad en el corazón de la doctora Durán para él.

11

El automóvil de Adán se desliza cerca del café donde el novio de Marcela estacionó su camioneta roja. El novio se baja antes que ella y le abre la puerta del vehículo para que baje. Extiende su mano tomando la de ella para ayudarla a descender y casi la jala sin evitar cierta brusquedad.

La cámara fotográfica de Adán se extiende entonces en giros y erecciones preciosas, acomodándose a la perfección para retratar a la distancia a la doctora Durán. Se encuentran en el Centro de la ciudad, en una terraza-café al aire libre, a capricho de la doctora.

Al mismo tiempo que la fotografía, Adán estudia detalladamente sus contornos femeninos desde su mustang, recorriendo el rollo y captando sus rasgos y anatomía. Los sentimientos ocultos tras sus gestos elegantes. Lo evidente y lo reprimido, lo que ni siquiera ella sabe acerca de su propio cuerpo.

“No es feliz con él”. Piensa el tatuado.

La actitud del novio, un hombre pelirrojo un tanto pasado de peso, los obesos dedos de las manos cubiertos de suntuosos anillos, como los de un cadáver profanado del siglo diecinueve, que a ratos capta la cámara de Adán, e inmediatamente elude con repugnancia, es la de quien se siente dueño absoluto del cariño de la doctora. Adán comenzó a odiarlo desde antes. Ojala fuera su cámara fotográfica un rifle de mira telescópica, y el flash no sólo energía lumínica, sino balas de grueso calibre. Ya estaría muerto aquel asqueroso elefante marino.

De un momento a otro los novios comienzan a discutir frente a una taza de café y unas cervezas. Los ojos de Marcela se humedecen. La obesa morsa  manotea amenazando a la chica. Adán sólo percibe con su cámara labios en movimiento y gesticulaciones en medio de una afrenta verbal. Luego el correr de las lágrimas de su amada doctora.

“Si se atreve a tocarla, lo mato… En este momento lo mato” Piensa Adán al revolverse en su asiento, acariciando una pesada llave de metal bajo el asiento de su coche. Cómo quisiera  bajar de su auto, caminar con la improvisada arma y ubicarse detrás del sujeto, dándole no sólo uno, si no veinte golpes en la cabeza, hasta convertir su cráneo en una masa sanguinolenta y lodosa.

El centro de la discusión se debe a que Marcela planea un viaje a Francia. Estudió por más de un año la lengua francesa. Pretende realizar un recorrido similar al realizado por los personajes de Cortázar en Rayuela por todo París. Un tour casi morboso, guiada por las palabras del europeizado argentino. Luego escribir una crónica con sus experiencias para un guión radiofónico de su programa.

Pero aunque la ilusión de Marcela es enorme, el novio se opone, él definitivamente tiene en planes una próxima y ansiada boda con ella. Por lo que a él un viaje a Francia con fines culturales y literarios le tiene por completo sin cuidado. Marcela llora, atrapada en una encrucijada, que a pesar de todo no será muy prolongada. Ella no permitirá que sus planes profesionales y artísticos sean obstaculizados, como ya le ha ocurrido durante toda su carrera de medicina. En su época de estudiante su psicoanalista le dijo que buena parte de sus problemas emocionales, depresiones y fobias, tenían su raíz en profundos sentimientos estéticos reprimidos por la imposición de sus padres y hermanos de estudiar medicina.

Los novios no duran demasiado tiempo en aquel café. Marcela seca sus últimas lágrimas y comienza a acariciar su cabello otra vez. El novio extiende con seguridad la mano para pedir la cuenta. Caminan de nuevo hasta la camioneta roja. Adán al tanto de cada detalle, sin perder con su lente a la doctora Durán. Ése día consigue su más interesante trofeo: una fotografía de Marcela Durán terminando de llorar y enjuagando sus lágrimas.

Continuará siguiéndola todo el tiempo: al salir de la Escuela de Medicina o de la radio. Averiguará dónde vive, a qué hora sale por la mañana para ir al trabajo y cuándo vuelve por las noches, con quién más comparte su casa: sus padres y hermanas. Por lo menos la seguirá a la distancia hasta que ella se vaya durante cuatro meses a Europa.

12

Acontece a quien obra mágicamente que al final,

se convence de que, aunque no cree en el Diablo,

el Diablo sin duda cree en él 

(UMBERTO ECO  -Baudolino)

Repentinamente las depresiones del tatuado reaparecen.

Hace más de un año que el paciente se mantenía a salvo de las reacciones de su cerebro y de sus nervios. Pero ahora su encéfalo caprichoso toma la delantera a los médicos, burlándose a carcajadas de sus limitados conocimientos cerebrales.

A menudo, en las últimas noches, Adán padece sueños vívidos, crueles e incomprensibles. Su abuela presentándosele como cuando estaban juntos y conversaban hasta la madrugada, y él se mantenía eternos minutos escuchándola contar cuentos y hablar de mil cosas. En los sueños también aparece Josué, su maestro de fotografía, quien fue un compañero muy grato.

En aquellos sueños la voz de su abuela es tan clara, que el tatuado despierta por las madrugadas anegado en llanto y sudor. Cuando abre los ojos se da cuenta que lloró enormidades, tal como no lo hacía desde la muerte de su abuela, presa de un llanto inexplicable atorado en todo su cuerpo. Una impotencia en su corazón para contener las lágrimas. Una sensación de tristeza y asfixia que solamente al incorporarse de la cama  y devolver el estómago termina.

Por las mañanas le es imposible abandonar sus aposentos: sumido en la somnolencia y la melancolía. No desea salir ni a tomar un poco de sol ni a caminar, como recomiendan sus doctores. Acaricia la idea cada vez más clara de abandonar el hospital como sea, cortando de tajo el tratamiento neurológico y sin importarle las consecuencias. Ansía dedicarse por completo a la fotografía, tal como lo hizo antes de su internación: retratar los cerros, el campo, animales, basura. Desea, antes que cualquier otra cosa, montar aquella exposición fotográfica sobre los Rostros de la Locura.

Los medicamentos que se le administran aumentan  sus dosis de un modo preocupante y se vuelven más potentes, pretendiendo controlar sus estados de ánimo y mitigar su sufrimiento. Los médicos se alarman ante su inexplicable recaída.

Pero quien no parece tan sorprendido es Iñiguez. Muy en el fondo, en el silencio, sabe que él es el culpable.

Es como si la enfermiza percepción del tatuado pudiese franquear las altas paredes de este sanatorio y seguir a la doctora Durán, al igual que una presencia omnisapiente que todo lo contempla. Una telefoto megalómana. Entonces puede ver desde su habitación hospitalaria a Iñiguez insistiendo en sus invitaciones a Marcela Durán. Los sigue luego de noche en el auto del psiquiatra, escuchando las cada vez más cuidadosas conversaciones del gallego, quien ahora evade los tópicos de la locura como temas de sus charlas con ella, para no incomodarla. Su mano freudiana rozando la de ella como si no quisiera hacerlo, en un acto fallido fríamente calculado.

Es cuestión de un mes. Debe reconocerse que el psiquiatra es hábil.  La invita a la cena de gala de la Sociedad Psiquiátrica, donde le entregan un reconocimiento por sus investigaciones psicoanalíticas recién publicadas. Iñiguez se siente por demás orgulloso de llevar tan hermosa y apreciada acompañante. Siente que éste es su momento. Quiere impresionar a Marcela.

Marcela, un tanto por la frustración de no contar con el presupuesto suficiente para viajar a Italia en busca de Umberto Eco, ni aprender todo lo necesario de italiano para comunicarse con él, otro tanto por aburrimiento, acepta acompañarle. La chica no se encuentra del todo bien, sus nervios resurgen insidiosos, sus miedos, depresiones y temores aparecen de nueva cuenta. Los cuestionamientos de su familia ante su negativa total de ejercer la medicina acosan sin cesar su ánimo ya de por sí torturado. Pasa la mayor parte del tiempo en silencio, únicamente asintiendo ante la verborrea imparable del gallego, haciendo como que le escucha.

Digamos que no se encuentra del todo convencida de su interés en el psiquiatra, pero tampoco encuentra argumentos racionales para negársele.

Con el mismo desinterés ante tantas cosas de la vida que la caracteriza, Marcela Durán le pide a Iñiguez colocarse el preservativo antes de acostarse con ella. Se encuentran en un hotel cerca de las oficinas sedes de la Sociedad Psiquiátrica. El español obedece sin atreverse a cuestionar, aunque no es partidario del uso del condón, pues le cuesta sacrificar algo del placer proporcionado por la piel sin látex. Se inserta el condón sin siquiera chistar, como si él fuese el paciente sometido a un tratamiento cualquiera, y ella su médico, o su inquisidor. Luego se precipita sobre la doctora, intentando acomodarse con torpeza  encima del cuerpo de la chica, en una especie de rompecabezas mal armado.

Los ojos fotográficos del tatuado espían recelosos desde un espacio-tiempo paralelo. El loco se encuentra presente en medio de ambos cuando hacen el amor: está en el condón de Iñiguez, en las pantaletas arrugadas de la muchacha y entre las secreciones compartidas por los amantes.

No es la primera vez. Dice Marcela. Que duermo con un psicoanalista.

Y lo dice con extrema tranquilidad, como cualquier otro comentario. Como si le diera lo mismo encontrarse con Iñiguez que con su antiguo psicoterapeuta de su época de estudiante. Con quien comenzó a salir al terminar su tratamiento.

¿Quién fue el primer freudiano que durmió contigo? Cuestiona el gallego sin poder ocultar la turbación y los celos que se le agolpan.

No debes saberlo.

Mientras tanto el tatuado se hunde más y más en un abismo cerebral. Deteriorándose su ánimo conforme Iñiguez acaricia el ombligo de Marcela, en la fase de relajación tras el coito.

Esa noche le administran un fuerte calmante vía intravenosa: el de más altas dosis; es la única manera que encuentran los médicos para que logre descansar, pues es presa de una fuerte crisis de agitación y delirios. Desea escapar del sanatorio entre gritos y manotazos para ir a castrar a Iñiguez.

En los días subsiguientes el gallego hace lo posible por evitar la habitación del tatuado, teme ante todo las represalias y habladurías de sus colegas, también la furia vengadora del loco. Sin evitar sentirse culpable, pero también satisfecho y feliz.

13

Las dos camionetas de la Policía Judicial  rodearon su mustang setenta, herencia de su abuela. Los policías lo bajaron violentamente, jalonándolo sin siquiera preguntarle nada, despojándolo de su cámara y su telefoto.

Adán no se quejó tanto por la fuerza  con que le doblaron los brazos y lo aplastaron contra el suelo, si no por la velocidad con que uno de aquellos zopilotes negrísimos guardo su equipo fotográfico en la patrulla, haciéndolo suyo. Y luego otro de los guardianes de la injusticia le quitó las llaves de su clásico automóvil y su cartera.

¡Con que andas merodiando, hijo de la chingada! Le dijo el mismo que se apropió de su Canon, quien al parecer representaba alguna especie de comandante o líder de esa banda de forajidos con placa.

¡No soy ningún merodeador…! ¡Esta es la casa de mi novia, y andaba tomando unas fotografías…!

Repitió dolorosamente Adán, hasta antes que el comandante de los zopilotes lo silenciara pateándole la espalda, hasta casi reventarle el pulmón derecho. El tatuado se desmayó de dolor, no sin antes caer presa de violentas convulsiones. Los uniformados se espantaron al creer que se les moría.

Finalmente se acerco el padre de Marcela, con una intriga que no podía ocultar. La madre y la hermana de la doctora miraban desde la entrada de su caja en pijama, asustadas pero con curiosidad.

Tenía varios días rondando por nuestra casa. Dijo el doctor Durán. A nosotros nos asustó, se estacionaba enfrente y se la pasaba tomando fotografías. ¿Quién es, qué quiere? Nosotros no lo conocemos, nunca lo hemos visto.

Él dice que es novio de una muchacha que vive con ustedes, una doctora… Sentenció el comandante con voz preocupada al ver el cuerpo inconsciente de Adán.

¡No, mi hija está de viaje en Europa, y éste no es su novio! ¡No le digo que nunca lo hemos viso!

Una vez recobrado de su crisis, medio inconsciente, en la enfermería del Ministerio Público, amarrado, sedado por algún burócrata perito doctor, presa de convulsiones, melancolía y delirios, Adán confesó ser un amante secreto de Marcela Durán. Pidió a los policías ir lo más rápido posible al jardín de la casa de su abuela, porque la tenía ahí sepultada debajo de un naranjo. Que la había enterrado viva, atada de pies y manos junto con uno de sus alumnos de la Escuela de Medicina: un tal Daniel Zaragoza.

Los padres de la doctora casi se mueren al escuchar la declaración del tatuado. Ellos creían que Marcela estaba en Francia  recorriendo la ruta de Cortázar. De inmediato intentaron comunicarse con ella al Viejo Continente en el número de la casa de asistencia donde les dijo que se hospedaría. Según ellos, Marcela acababa de tomar su avión  hacía apenas unos días y aún no se comunicaba. Nadie contestó en el número del domicilio ubicado cerca de alguna estación del metro parisino. La ansiedad los inundó.

En la casa de la abuela los policías no encontraron más que a un anciano jardinero encargado de cuidar las plantas y alimentar a la perra Penélope. Conservando el jardín casi intacto, como si la anciana jamás se hubiese ido.

Para la sorpresa de todos, la casa en su totalidad era una galería fotográfica. Fotos hermosas de gente, vagabundos, indígenas, campesinos, niños, animales, paisajes desconcertantes, basura, nubes, cadáveres. Era innegable el talento con la cámara del tatuado. Una habitación entera dedicada a Marcela: algunos retratos enmarcados en lujosos márgenes, otros simplemente clavados en la pared con una tachuela. Marcela aparecía saliendo de la estación de radio, entrando a clases, subiendo a la camioneta de su novio, cruzando la calle, sentada en un café. El doctor Durán casi se desmaya al descubrir una fotografía de Marcela llorando, el foco de la cámara centrado en sus lágrimas de vidrio.

Tras excavar por todo el jardín y dejar aquel sitio de la abuela como un cementerio saqueado y violado, destruido, la policía, para cierto alivio momentáneo de los padres de la doctora, resolvió que el cuerpo de la chica no se hallaba en la casa. No encontraron más que la osamenta de un perro de la misma raza que Penélope: San Bernardo, quien tras morir atropellado por un auto, fue colocado por el propio Adán y el jardinero debajo de unos rosales.

Sólo hasta tres días más tarde Marcela se comunicó con sus padres, con un entusiasmo desbordante, porque había recorrido todo París y viajado a una campiña del Sur de Francia con unas amigas, donde pasaron algunos días al aire libre.

Los padres, dando gracias a Dios, le explicaron entonces toda aquella inusual situación del loco fotógrafo que se decía amante suyo, y que confesó haberla enterrado viva. Le contaron de los cientos de fotografías en la casa, en una galería entera dedicada a ella.

La doctora apenas tomó en serio la narración, sin casi darle importancia. Más bien se concentró en París, en escribir su crónica cortazariana y en disfrutar su viaje. Después de tranquilizar a sus padres y hermanas y convencerlos de que se encontraba mejor que nunca, lejos de la medicina y de su novio, se olvidó por entero del tatuado.

Sería hasta varios meses después de su regreso, cuando su padre le enseñara una excelente fotografía de ella misma, cuando lloró frente a su novio, justo antes de decidirse por el viaje, que el nombre de Adán la sacudió por primera vez en el interior de sus oídos. Ahora sería ella quien desde entonces no podría dejar de pensar en él, aunque no lo conocía y jamás escuchó su nombre. ¿Algún radioescucha maniático adicto a sus programas, algún alumno del que no podía acordarse? Normalmente ella era muy buena para recordar los nombres de las personas, de modo que identificaría inmediatamente su rostro al asociarlo con el nombre. Pero la verdad es que no podía ubicarlo en su memoria. Supo también del cuaderno encontrado en casa de Adán, firmado por Daniel Zaragoza, quien sí estudió en su clase y ahora era todo un cardiólogo.

Se enteró de una inmensa colección de fotografías suyas ordenadas cronológicamente, casi con todo su itinerario de seis meses antes de irse a Europa. Se le escalofrió el cuerpo al darse cuenta que la siguieron durante tanto tiempo sin que se diera cuenta. Pero también, secretamente, comenzó a acariciar la idea de conocerlo a pesar de todo. La curiosidad era demasiado grande.

El tatuado fue absuelto de cualquier cargo. Los padres de Marcela no presentaron demanda.  Al final, admirar tanto a su hija no era ni pecado ni delito. Adán quedó como un pobre loco, obsesionado y enamorado. Su abogado logró que le absolvieran, no sin la recomendación previa de recibir tratamiento médico por sus convulsiones y manías. Fue entonces que por propia decisión ingresó de manera indefinida al sanatorio psiquiátrico, todavía con depresiones demoledoras y dolores de cabeza insoportables. Tenía  el firme propósito de olvidarse de la doctora Durán, los golpes propinados por los policías le hicieron cambiar  sus intenciones de continuar siguiendo a Marcela. Pretendía  que al internarse en el sanatorio para enfermos mentales podría olvidarla. Los tratamientos médicos, según él, ayudarían a eliminar el recuerdo de Marcela de su cerebro.

Pero el tatuado no se quedaría así como así. Una vez instalado en su habitación del hospital, ordenaría  a su abogado, por cierto muy eficaz e influyente, que demandara a los judiciales quienes le golpearon y despojaron de su cámara y auto. Su mirada fotográfica registraría permanentemente los números de placas de los policías y de serie de la patrulla. Fueron detenidos por abuso de poder y fuerza desmedida, y aunque liberados al poco tiempo, él pudo recuperar su preciada Canon, con todo y la telefoto y el coche de la abuela.

14

El crecimiento es un proceso natural, que no

puede forzarse. Su ley es la de todos los seres

vivos. El árbol, por ejemplo, sólo crece hacia

arriba si sus raíces se hunden en la entraña de

la tierra. Aprendemos a base de estudiar el

pasado. Una persona sólo puede crecer, por

tanto,  fortaleciendo sus raíces en su mismo

pasado. Y el pasado del individuo es su cuerpo. 

(ALEXANDER LOWEN  -Bioenergética)

A pesar de la somnolencia producida por las altas dosis de los tranquilizantes, Adán logra ponerse de pié. Se encuentra a solas en su habitación del hospital, los médicos y vigilantes están en su hora de descanso, nadie lo custodia por el momento.

Haciendo uso de todas sus reservas físicas, las pocas que le quedan tras un severo desgaste de meses, se quita la bata de interno y se pone un pantalón caqui y una camisa de mezclilla. Sus brazos tatuados no quieren responderle, anestesiados por la medicina, como si les hubiesen insertado inflexibles varillas metálicas en los huesos.

Con un esfuerzo aún extra, logra abrocharse el cinturón y luego las agujetas de unos zapatos de piso. Toma su mochila con la Canon y la telefoto, así como una caja con centenares de fotografías acumuladas a lo largo de más de un año de internamiento: son las imágenes para su exposición. Con temblores de manos, torpemente, se moja la cara y se peina el cabello ya crecido. Sale dejando cerrada por dentro su habitación, como si se encontrara aún en el interior y pretendiera que nadie lo molestase.

Previamente dejó sobre su cama una extensa y meditada carta en donde responsabiliza al doctor Iñiguez de todo lo que pueda sucederle. Incluso un posible suicidio. Según la carta del tatuado, el gallego es el causante de su penosa situación médica actual. Debido a su actitud poco ética, al involucrarse sexualmente con Marcela Durán, su amiga más querida. Por abuso de confianza y faltas al código moral en la relación médico-paciente.

Sus pasos avanzan muy lentos, sus pies anestesiados son del concreto más duro. Se desliza con naturalidad por los pasillos del hospital que él conoce tan bien.

A pesar de no llevar más la bata  grisácea de interno, algo en su mirada congelada por los fármacos y en sus pasos dificultosos, de cualquier manera no deja de ocultar que se trata de un enfermo mental quien lleva más de un año internado ahí. Algo en su expresión, en el rictus endurecido de sus labios  y en su mirada lejana no deja de arrastrar el recuerdo imborrable de la locura.

El sanatorio se encuentra ubicado en el Centro de la Ciudad, en una enorme y antigua casa que antaño fuera convento, luego oficina del ejército, prisión y vecindad. Todavía conserva mucho de cárcel éste sanatorio. Igualmente continúa siendo vecindad de poca monta. Los pasillos son conformados por amplios y bellos arcos de cantera, vestigios de la arquitectura posterior a la Colonia.

Como un monje excomulgado, despojado de su hábito, Adán camina por debajo de aquellos arcos. Rodea un jardín luminoso con una fuente al centro, al que sólo las mariposas se atreven a explorar y quedarse a vivir en él.

Al final de un largo túnel de roca, encuentra un gigantesco enrejado de hierro: es la puerta principal. El portón debe ser tan fuerte y tan antiguo como el resto del edificio, para evitar que se escapen los locos. Del otro lado de los barrotes se encuentra uno de los celadores, un enfermero con quien Adán acostumbra conversar sobre libros.

La mano del tatuado atraviesa los barrotes, y cerrada se estrecha con la del custodio, dejando sobre ella un considerable fajo de billetes. Lo suficiente como para que el guardia sonría satisfecho y abra la reja haciéndola rechinar, cediendo el paso al loco para dejarlo salir y luego la vuelva a cerrar desde fuera, introduciendo una antigua y amplia llave de cobre en la cerradura.

Carcelero y convicto, monje y abad, verdugo y víctima, como cualquier otro transeúnte, se alejan por la banqueta aledaña a esa residencia para nunca más volver.

15

Observa todo lo que pides. Compara, en el fondo de ti, la

cantidad de tus requerimientos en relación con tu

ofrenda. Veras que entre las dos, tu petición es como

una montaña y tu ofrenda como un grano de arena.

¡Y en verdad damos poco! Pedimos y pedimos. Pedimos

al padre, a la madre, a los hermanos y hermanas, a la

sociedad. Pedimos a todo el mundo. Pedimos a la vida, y

damos muy poco. Comienzas a dar cuanto tu corazón se

quiebra. Entonces te das cuenta que te hallas en

completa soledad y te dices: “No es posible que esté

solo. ¡Cuando menos hay alguien que me ama! No es

posible de otro modo. Sin amor estaría muerto”. Y

en ese instante entras en lo más profundo de ti. Una vez

que amas, comienzas a dar y detienes la petición. 

( ALEJANDRO JODOROWSKY –Los Evangelios para Sanar)

Desde que Marcela regresó de Europa no pudo dejar de pensar en su presunto secuestrador y asesino. Todo fue tan extraño y tan repentino, incluso el final de la relación con su novio, que llegó a pensar si a caso, en realidad sí murió y fue enterrada a manos del loco. Entonces otra Marcela, nueva y desconocida habría resurgido de su tumba en el jardín de Adán. Si fuera así, cuando menos desde un espacio-tiempo distinto pero posible, más que una agresión o una afrenta, se sentiría alagada por la fiel admiración del tatuado, y en deuda con él por ayudarla a liberarse del lastre de su pasado.

A pesar del horror que le inspiraban los enfermos mentales y cerebrales, y más aún los hospitales psiquiátricos, se armó de valor para ir a entrevistarse con él. Ahora era ella quien ignoraba sus propios motivos para seguir a un desconocido. ¿Qué razones daría para querer encontrarse con Adán? ¿Cómo se presentaría ante el paciente y ante sus médicos, quién diría ella que era cuando apareciera en el sanatorio solicitando una entrevista con el interno?

La recibió el doctor Hanz, recién asumido director de la Clínica para Enfermos Mentales, quien tras informarle al tatuado de la intención de la muchacha, le otorgó el permiso para ingresar y entrevistarse con él.

Su obeso y pelirrojo novio no dio noticias desde antes de su viaje a Europa, ofendido ante la negativa de la doctora de casarse cuanto antes con él, y por la aparición invasora del loco. Indignado ante la presencia desconocida de un amante desquiciado y secreto. El novio se digno llamarla antes de su primera visita al sanatorio. Le dijo que la perdonaba y que estaba dispuesto a continuar con el plan de la boda, a pesar de la conducta inadecuada de la doctora. Lo que recibió a cambio fue el vacío repetitivo de los tonos, ante la línea telefónica y la llamada cortada violentamente por el orgullo saneado y recuperado de Marcela. El novio se quedo sosteniendo el teléfono, solo y con su absolución. Marcela no quiso volver a saber nada de él.

El día de su primera entrevista con el tatuado, Marcela miró con curiosidad y temor la fechada del edificio colonial donde se encontraba el manicomio. Las altísimas paredes para evitar la fuga de los inquietos pacientes, la fachada de cantera bien preservada a lo largo de más de dos siglos, una planta de luz en la azotea y el barandal de hierro en la entrada principal.

Cuando pensó en el retrato de sus lágrimas que le tomó Adán unos meses antes sin que ella se percatara, experimentó el ánimo suficiente para dar los pasos necesarios hacia la reja de la entrada. A pesar de sus piernas temblorosas y sus manos humedecidas por el nerviosismo.

Ya la esperaba Adán, recostado sobre el diván de su habitación, fumando un tabaco tras otro y escuchando en un anónimo piano la Polonesa de Chopin, proveniente de un pequeño radio portátil, sintonizado en la estación cultural donde pasaban los viernes el programa de la doctora.

Ella apenas se daba cuenta, o ya lo sabía de antemano pero de un modo distinto, que al iniciar sus visitas a la habitación del tatuado, también comenzaría a curarse poco a poco de su temor insoportable a la locura.

16

Todo lo que pidan en la oración, crean que ya lo han

recibido y lo obtendrán.

Y cuando se pongan de pié para orar, si tienen algo

contra alguien, perdónenlo. 

(EVANGELIO DE MARCOS)

El doctor Hanz supo desde el inicio de las intensiones de Iñiguez hacia Marcela. Su intuición clínica le hizo presentir dificultades que sería imposible evitar, y mucho menos solucionar.

La carta donde se acusaba al gallego, así como la desaparición del vigilante y de Adán, no hicieron más que confirmar sus hipótesis. El psiquiatra español tenía bastante responsabilidad en la desaparición del paciente: la primera fuga que se daba en la historia del hospital.

Como castigo Iñiguez fue trasladado al turno de la noche, condenado de por vida a vigilar y atender a los pacientes más eufóricos, quienes bajo el influjo de las sombras veían intensificadas sus excentricidades.

Por su parte Marcela, preocupada en demasía por la desaparición del tatuado no volvió a aceptar las invitaciones del psiquiatra.

Ignoraba los motivos, al igual que la primera vez que fue al hospital a visitarlo, pero algo impulsaba a su corazón para seguir en contacto con él y buscarlo donde fuera.

Marcela regresó a sus clases de etimologías en la Universidad y a sus actividades en la radio, sin embargo no podía recuperar la preciada tranquilidad lograda durante los meses al lado del tatuado. Aunque lo quería, no consideraba prudente acercarse a Hanz y preguntar por la dirección de la casa del loco. Le apenaba considerarse también responsable de sus crisis cerebrales, su depresión y su huída.

Entonces se le ocurrió contactar al abogado de Adán. En alguna ocasión se encontró con él en la habitación hospitalaria de su amigo. El licenciado administraba las propiedades que heredó la abuela al tatuado, así como algunas cuentas bancarias de las que vivía. Por lo regular también lo visitaba cada semana en la clínica para que Adán firmase algunos documentos, y para informarle de su situación económica, renovando contratos de arrendamiento, verificando estados de cuenta.

Por cortesía Marcela se quedó con una tarjeta de presentación del abogado, el día que su amigo se lo presentó. Buscó pronto en todos sus bolsos, escarbando hasta en los rincones más perdidos. Por fin la encontró en una bolsa de mano color rojo. No pasarían más de tres días después de contactar al tal licenciado, y de acordar con él esperar hasta que consultara con Adán y le comunicara su deseo de verlo y hablar con él.

Desde su fuga, el tatuado permanecía oculto, sin salir de la residencia de la abuela, por temor a que los médicos lo encontrasen y lo regresaran contra su voluntad para internarlo en el hospital y luego operarle el cerebro.

Finalmente, tras una tensa espera, el abogado se comunicó con la doctora, transmitiéndole el mensaje de que Adán estaba dispuesto a verla de nuevo y permitirle visitarlo en su casa. El licenciado se comprometió a recogerla el viernes, al finalizar su programa de la radio.

Un enrejado cubierto de enredaderas, helechos y bugambilias, tal como lo instaló la abuela hace años, rodeando y protegiendo en el interior de la casa al tatuado. De modo que por la espesura del follaje, resultaba imposible mirar hacia el interior de la propiedad.

El anciano mozo, vestido con un overol de mezclilla abrió la puerta. El jardín de la abuela fue rehabilitado tras las excavaciones de la policía y ahora lucía renovado y pleno de flores, como si la propia abuela aún viviera y supervisara sus cuidados en persona. Una perra San Bernardo se precipitó a olfatear a la doctora, moviéndole la cola de inmediato con cordialidad. Dos cachorros de la misma raza, gordos y juguetones mordisquearon la bastilla de su vestido.

Marcela cruzó el jardín que rodeaba toda la casa, a través de un sendero de rosas, margaritas y narcisos. Luego el jardinero la guió hacia el interior del vestíbulo de la mansión.

La casa en sí misma era una completa galería fotográfica. Marcos de todos los estilos, colores y tamaños, así como portarretratos y fotos clavadas en cada rincón. Las paredes lucían saturadas hasta el techo de tantas imágenes. Un hermoso trinchador de maderas preciosas que debía costar una fortuna, cubierto por más portarretratos. La imagen de la abuela en el centro, a sus cuarenta años relucía como la dueña absoluta del lugar.

Brindando una vital sonrisa ante la cámara.

Subieron unas escaleras de madera hacia el segundo piso. El jardinero caminaba mucho más lento. Los pasos de Marcela vacilaban, sus manos estaban frías y humedecidas. Se detuvieron frente a una habitación cerrada. El anciano tocó con suavidad tres veces y luego giró la chapa.

17

Desde los orígenes (por impensables que sean esos

orígenes) existe un sujeto del mal, Satanás, antes de que

surja en el seno de la creación ese segundo sujeto que

es Adán, el hombre por excelencia, al propio tiempo el

primero de los hombres y el arquetipo de toda la

humanidad. 

(BERNARD SICHERE –Historias del Mal)

Adán se encuentra leyendo a Poe: sus Narraciones Extraordinarias. Tendido en un antiguo diván, tan viejo como la casa.

De seguro, piensa al instante la doctora, aquí se recostaba también la señora a leer y a tejer.

Como variación, la recámara está cubierta de retratos en sus cuatro muros, también hay montañas de libros apilados, hileras desordenadas de discos compactos a punto de derrumbarse. Sobre una mesa hay varias botellas de diversos licores a medio llenar. La habitación desprende un fuerte olor a humedad y a tabaco. El tatuado sostiene un cigarro entre sus dedos, a punto de extinguírsele el fuego.

Con su permiso. Dice el jardinero al tiempo que cierra la puerta desde fuera, dejándola a solas con él.

Ella se acerca despacio, avanzando hacia las entrañas de la guarida de un predador. Adán se pone de pié, también midiendo las distancias y los impulsos que surgen de su interior. Marcela coloca sus brazos sobre los hombros del loco, lo hace con singular lentitud.

El tatuado luce completamente distinto a cuando habitaba en el hospital. Su rostro refleja transparentemente las emociones, es un espejo donde interior y exterior, corporeidad y subjetividad se fusionan a la perfección. Su mirada se encuentra plena de vida, no oculta su gusto de verla ni su deseo por ella.

Sus ojos ya no son los ojos que habitaban la clínica, su mirada no está endurecida ni rígida por los fármacos. Sus pupilas naturales han adquirido la consistencia del mar, de las montañas y de una ciudad anochecida y tranquila. También son los ojos de un cocodrilo a la saga.

En el instante que Marcela envuelve su cuello al abrazarlo, el lagarto que habita su cerebro actúa. Acerca su nariz y comienza a olisquear su cuello delicadamente. Su perfume, la acidez de su piel, la fragancia de su cabello. Esta vez se comporta tímido y con fineza, la bestia se contiene y se deja llevar por una melodía suave y silenciosa inspirada en la presencia de la doctora.

Al acercar la doctora sus labios a la mejilla del loco, el cocodrilo que lo habita reacciona. Su boca se desvía hacia la de ella. Las salamandras de sus manos discurren por su cintura y su torso, envolviéndola. Marcela se deja besar y le responde, ávida.

La recuesta sobre la cama y luego se desliza sobre ella, cubriéndola. Es un lagarto nadador.

La ropa interior de la doctora no es un obstáculo. Ahora es un lobo, lamiéndola y desvaneciéndola. Su olfato certero encuentra su sexo, la punta de la lengua hace lo suyo. Se inclina aún más sobre ella, se prepara para penetrarla.

Repentinamente Marcela se incorpora y le dice:

¡No, a mí déjame arriba!

¿Qué?

¡Sí, déjame arriba de ti…!

Adán obedece sin comprender del todo, tal como lo hiciera en su momento Iñiguez cuando durmió con ella. Sin embargo, al tatuado no lo obliga a ponerse el preservativo, como le ocurrió al gallego. Adán retoma su actividad teniéndola sobre su vientre, encima de él, abrazándola como a un tesoro muy preciado, besándole la boca y los pechos.

Al final, por fin, Adán es el Adán de Abajo.

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